15 de abril de 2024
Este fin de semana se ha
vivido a ritmo de thriller tras la réplica iraní al ataque de Israel contra el
consulado de Teherán en Damasco. La anunciada represalia ha sido más política y
espectacular que militarmente efectiva. Política, porque, por primera vez, Irán
ha atacado directamente territorio israelí. Espectacular por la lluvia de drones
y misiles (balísticos y de crucero) dirigidos contra el “enemigo sionista”.
Militarmente inefectiva, porque el sistema de defensa israelí (Iron Dome:
cúpula de hierro) neutralizó casi la totalidad de estas armas. Escasos daños en
la base militar de Nevatim y un niña herida de cierta gravedad.
Lo que la comunidad
internacional ha temido durante algunas horas es una represalia israelí según
su uso y maneras: respuesta implacable y sin sentido alguno de la proporción.
El vigente ejemplo de Gaza ha abonado ese peligro. Convien andar con cuidado
con las equivalencias precipitadas. La aniquilación de Gaza no debería ser
considerada como una operación militar en la que contienden dos enemigos,
incluso con fuerzas muy dispares. A lo que estamos asistiendo es a una
operación de venganza, exterminio y, según expertos jurídicos, genocidio.
En la crisis directa Irán-Israel
cabe preguntarse, ante la eventualidad de una escalada, ¿a quién beneficiaría?
O, mejor dicho, ¿a quién interesaría? El beneficio es dudoso, pero el cálculo
de interés político y estratégico es más claro.
Irán no quiere la escalada.
Tiene poco o nada que ganar y todo que perder. No puede salir indemne, ni siquiera
desde el terreno de la propaganda. Las fuerzas que controla y/o que le
respaldan en la región no esperan de su padrino una confrontación
directa con Israel. Bien saben ellos, por experiencia propia, el resultado de
tales apuestas. La superioridad tecnológica de Israel es abrumadora. Incontestable.
Una derivación de la confrontación principal en operaciones de guerrillas territoriales
apenas dañaría a Israel y difícilmente encontraría aliados. No estamos ni
siquiera ante la retórica bélica de judíos contra árabes. Irán es un régimen
islámico pero no árabe. Es líder de la rama chií del Islam, minoritaria en la
región, donde dominan los sunníes. Los aliados de Teherán no son Estados, sino
facciones, aunque sean poderosas. Siria está gobernado por alauíes (versión local
del chiísmo), pero su población es mayoritariamente sunní. En Irak, la mayoría
de sus habitantes son chiíes, pero su autoridad religiosa se resiste a ser dominada
desde Teherán (o desde el santuario de Qom).
Pero hay también razones
internas muy fuertes para avalar el desinterés de Irán en una escalada. El régimen
se encuentra virtualmente en situación de transición. Su máximo líder, el Guía
Jamenei (autoridad política y religiosa a la vez) padece una enfermedad
terminal. El proceso de sucesión está en marcha, en la sombra. El complejo
sistema institucional iraní, entre lo político y lo teológico, consume las
energías institucionales de un sistema tensionado al límite por una crisis de
legitimidad, y por los agobios
económicos provocados por las sanciones exteriores, los errores de gestión y
las debilidades estructurales de un sistema fallido. Las peleas intestinas son
sordas pero intensas. No entre conservadores y reformistas, como hace unos
años, sino entre distintas facciones de los sectores retrógrados, que después
de haber eliminado a sus rivales aperturistas están ahora dedicadas a imponerse
para asegurar privilegios y posiciones de poder. Una guerra entre Irán e Israel
sería la puntilla para el régimen islámico. Israel no es el Irak de los
ochenta. Es la potencia delegada de Occidente en Oriente Medio. Los clérigos iraníes
nunca han perdido eso de vista.
Que a Israel no le interese
la escalada es discutible. Muchos analistas creen que no es el
momento, por mucho que se sienta preso de su retórica del Talión. Pero se olvida
algo. Que en esta crisis bilateral, Israel ha disparado primero. El ataque contra
el consulado de Teherán en Damasco no fue una acción menor. Murieron tres altos
cargos de la Guardia Revolucionaria, que es la unidad de élite del ejército, la
encargada de energizar el llamado “eje de resistencia” contra el enemigo sionista.
El puño de David golpeó el corazón del régimen, no retorció uno cualquiera de
sus brazos. Fue una actuación muy calculada, que estaba exenta incluso de esos
reproches para la galería que se escuchan estos días en Washington. Al cabo,
fue una copia de la operación norteamericana que, por orden de Trump, eliminó en
2020 al Jefe de esa misma unidad en el aeropuerto de Bagdad, en compañía del
líder operativo de las milicias iraquíes proiraníes.
Desde luego, hay muchos
motivos para considerar que no sería prudente una escalada. Pero, históricamente,
esa virtud en Israel suele verse desplaza por la audacia. En los pasillos del poder israelí se
presume de ello. No era prudente bombardear el reactor nuclear iraquí de Osirek
en 1981, y se hizo. No era prudente invadir el Líbano, y se hizo. No era
prudente montar una campaña de asesinatos de físicos y científicos iraníes en
el corazón del territorio enemigo y se ha hecho.
Siguiendo la línea argumental,
se estima que, inacabada la operación de Gaza, no parecería prudente embarcarse
en una guerra mayor contra Irán. Pero se trata de dos escenarios bien diferentes.
Irán e Israel no son estados fronterizos. Si se provoca una escalada, es muy
probable que la guerra se dirima en el aire, donde Israel goza de una ventaja
insuperable. Si Irán activase a sus proxies, Israel estaría sola quizás
en Líbano, pero no en Siria, Yemen o Irak.
Estados Unidos diría al inicio
que no desea intervenir, pero lo haría pronto. Sin
implicarse directamente, claro. Como ha hecho en Yemen, en apoyo de las petromonarquías,
o como hizo en las guerras de 1967 y
1973: aportando el armamento, la inteligencia y la logística para decidir la
contienda.
La escalada es peligrosa,
naturalmente, pero también sería la oportunidad que Israel está buscando desde
hace décadas para acabar definitivamente con el programa nuclear iraní. A
Israel nunca le ha gustado la vía diplomática. Consiguió que Trump acabara con años
de paciente trabajo durante la era de Obama. Biden no ha terminado de rescatarla,
por falta de energía o de convicción. Se ignora cuánto falta para que Irán
pueda construir la bomba, pero se cree que se trata de semanas, si no se ha
alcanzado ya el umbral. Lo cual no quiere decir que, de la noche a la mañana,
Teherán disponga de un arsenal atómico: falta mucho tiempo aún.
Hay mucha gente poderosa en
el establishment de Washington que siempre consideró un error limitar y
retrasar la nuclearización de Irán. En estos momentos, sólo hay dos opciones: aprender
a vivir con esa realidad o destruirla. Si se elige lo segundo, una escalada
militar proporciona una oportunidad pintiparada.
Pero tal ambición está fuera
de alcance de Israel en solitario. O eso se dice en medios militares. Carece de
la munición capaz de penetrar en el complejo subterráneo donde están blindados
los reactores iraníes. En su día, Bush Jr. no quiso proporcionársela a sus
protegidos, para evitar precisamente la recompensa de una escalada.
¿Qué haría Biden, quien dice
no querer una guerra generalizada en la región? También dice el Presidente
norteamericano que debe ponerse fin al exterminio de Gaza, pero sigue proporcionando
a Israel el material necesario para continuarlo. Que estemos en año electoral
no es necesariamente un impedimento. Al contrario, en ocasiones las crisis
bélicas sirven para borrar los matices, para simplificar los debates políticos.
Nadie en Estados Unidos le volvería la espalda a Israel en una guerra contra Irán.
No pueden establecerse hipótesis
simplistas. Pero debería tenerse en cuenta, en la situación actual, si el
ataque israelí contra el consulado iraní de Damasco tiene más ver con la
dimensión general del conflicto que con la vertiente local de Gaza.
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