8 de septiembre de 2010
La reprobación del Parlamento Europeo al gobierno francés por el trato que ha dado a la minoría gitana (rom) y la exigencia de que suspenda inmediatamente las expulsiones supone una humillación política para un país que presumía de ser ejemplo de ciudadanía, defensa de las libertades y patria de acogida para muchos perseguidos.
Ciertamente, esas credenciales hacía tiempo que estaban seriamente cuestionadas. El espíritu republicano llevaba décadas sacudido por el enquistamiento de una mentalidad racista y xenófoba, que ha podido tenido máximos y mínimos electorales, pero que ha impregnado, como un cáncer silente, el tejido social francés y ha contaminado los comportamientos sociales.
Desde que ocupa la Jefatura del Estado, Nicolás Sarkozy ha ido adaptando y recomponiendo la imagen y el discurso que lo llevaron al Eliseo. Con cierta habilidad, se alejó de esa orientación neoliberal que quiso implantar a medias en el funcionamiento de la economía francesa. La crisis financiera le brindó la oportunidad de recuperar el discurso tradicional del centro-derecha francés, de mayor intervencionismo o protagonismo del Estado. Más allá de un nuevo lenguaje, menos combativo, en las relaciones con Estados Unidos, el centro-derecha regresaba a latitudes conocidas. Hacía falta, por tanto, un elemento que diera carta de singularidad al sarkozismo, como expresión renovadora del gaullismo. Y el presidente intentó construirlo sobre un debate forzado acerca de la “identidad nacional”. Con menos éxito del ambicionado.
La persistencia de la crisis económica, sus profundas heridas sociales, el deterioro de la confianza pública, la derrota en las elecciones regionales y municipales y el consecuente resquebrajamiento del liderazgo presidencial han propiciado la recuperación del otrora rentable “método sarkoziano de seguridad”.
VUELTA A LOS ORÍGENES
Como primer gendarme de Francia, al frente del Ministerio del Interior, el líder emergente se construyó una imagen de hombre de hierro frente al crimen y la delincuencia, de forma abierta y tronante. Y frente a las “consecuencias desagradables de la inmigración irregular”, con firmeza más discreta, pero inequívoca. Cuando pudo construir una conexión creíble entre ambos fenómenos –delincuencia e inmigración- , Sarkozy se dio cuenta de que había encontrado el camino decisivo para llegar al Eliseo. Fue entonces cuando se habló del “método Sarkozy” en la conducción de una política de orden público que generó confianza y conectó con la angustia creciente de las temerosas y asustadas clases medias. Sus excesos verbales, de resonancias xenófobas (como cuando llamó “chusma” a los jóvenes revoltosos de las banlieues), podían granjearle críticas y desprecio de los sectores progresistas, o incluso templados, pero consolidaron sus opciones en el electorado conservador.
EL MOMENTO OPORTUNO
Los últimos meses han sido criminales para la Mayoría. Se han producido casos muy aireados de delincuencia y alteración del orden público. El culebrón Woerth-Bettencourt reaviva la sombra de la corrupción en las más altas esferas y amenaza la credibilidad presidencial. La revuelta sindical contra los recortes sociales (con la reforma del sistema de pensiones como primer frente) plantea un desafío ineludible. Tiempo de contraataque. Y Sarkozy ha decretado orden de combate. La expulsión de los gitanos es un episodio lamentable, pero no aislado.
En su discurso del 30 de julio en Grenoble –que se configura ya como pieza central del pensamiento neosarkoziano-, el Presidente de la República proclamó, expresamente, el vínculo explícito entre “delincuencia y cincuenta años de inmigración insuficientemente regulada”. Entre las medidas anunciadas, se incluía la privación de la nacionalidad a las personas de origen extranjero que atentaran con la vida de policías, militares, gendarmes o personal depositario de autoridad pública. Los menores delincuentes no adquirirán de forma automática la nacionalidad francesa, al alcanzar la mayoría de edad.
El principal ejecutor de lo que la prensa francesa ha denominado la “surenchère sécuritaire”, la ofensiva pro-seguridad, es el muy sarkoziano Ministro del Interior, Brice Hortefeux, quien no duda incluso en presentarse como más papista que el Papa. De hecho, quiso extender la privación de nacionalidad a los polígamos. “El discurso de Grenoble, ni más, ni menos”, le corrigió Sarkozy. Pero la estrategia parece imparable, cueste lo que cueste en materia de prestigio o de imagen internacional. Hortefeux es un fajador sin complejos, como él mismo se define. En una entrevista concedida este verano a LE MONDE, acusó a los críticos políticos y mediáticos de estar “cegados por los bienpensantes” y dominados por las voces de multimillonarios gauchistas. “Más allá del bla-bla-bla, ¿qué se ha hecho de reprensible? No hemos hecho más que aplicar las decisiones de la justicia”, espetó en relación con la expulsión de los gitanos.
UNA CONTESTACION PLURAL
Lo cierto es que las críticas contra esta ofensiva “segurista” (valga el barbarismo) no proceden sólo de los adversarios políticos, sino de sus propias filas y, en particular, de los católicos. No ha podido disimular su incomodidad el propio primer ministro, el templado François Fillon, que no pierde la oportunidad de configurarse como alternativa moderada de la derecha, en competencia con el resucitado patricio Dominique de Villepin. Incluso un conservador integral como el exprimer ministro chiraquiano Raffarin ha lamentado la “monocultura de la seguridad” y ha expresado el temor a una escisión del país entre la mitad oriental, más proclive a este discurso, y la mitad occidental, mucho más abierta y tolerante. La Iglesia también ha cuestionado abiertamente estos métodos expeditivos del neosarkozysmo. Los diarios católicos (como Le Croix o La Voix) han resaltado “la degradación creciente de las relaciones entre los católicos y el gobierno, e incluso el Presidente”, por “esta insoportable especie de caza al hombre”. Un sondeo del IFOP indica que desde el pasado año, el apoyo de los católicos a Sarkozy ha descendido del 61% al 47%.
Desde el Eliseo, se contesta a los tibios o a los discrepantes que las medidas anunciadas para combatir el incremento de la delincuencia tienen amplio respaldo de la ciudadanía. Se han tendido puentes a la jerarquía católica y se ha endulzado el mensaje con argumentos muy similares a los empleados para apaciguar las críticas internacionales. Hortefeux ha replicado a Europa con el recurso de “quien esté libre, que tire la primera piedra” y, en casa, ha adoptado un tono populista: son los más humildes los que mejor aprecian la firmeza contra la delincuencia, porque son quienes más la padecen.
Un argumento similar, aunque desde planteamiento distintos, ha sido empleado por la candidata socialista en las últimas presidenciales, Ségolène Royal. En una reciente entrevista con LIBERATION, denunció de forma contundente “el método sarkoziano” y la “indignidad” que supuso “llamar a las cámaras para convertir en espectáculo” el desmantelamiento de los campamentos gitanos. Pero reprochó a sus correligionarios socialistas que sitúen la seguridad por detrás de la justicia social en el orden de prioridades políticas. “La seguridad –afirma- es parte de la cuestión social, porque los que sufren la inseguridad cotidiana son también los que sufren la precariedad económica y social”. Esta línea de discurso aliviara a ciertos alcaldes socialistas que se han desmarcado de las críticas al gobierno y han participado, aunque mucho más discretamente, en el levantamiento de campamentos gitanos.
No menos grave es que la ampulosidad del discurso pro-seguridad no se corresponda con los medios y recursos empleados por el gobierno de Sarkozy. Los delitos han aumentado y los efectivos policiales han disminuido, aunque la interpretación de los datos es objeto de abundante polémica. En todo caso, no cabe esperar rectificaciones. Sarkozy está convencido de que repetirá mandato si consigue implantar la idea clave de que hay una mano firme en el timón de la República, aunque persista la tempestad.
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