31 DE ENERO DE 2011
Pase lo que pase, la revolución democrática y popular ha triunfado en Egipto. En el peor de los casos, Mubarak puede mantenerse formalmente en el poder, pero no podrá seguir gobernando como hasta ahora.
UNA ESTRATEGIA PARA LA REVUELTA
Como ocurrió en Túnez, la clave de los acontecimientos inmediatos no reside en la capacidad amedrentadora del régimen, ni en el manejo institucional de la crisis para aplazar el derrumbamiento, ni siquiera en las presiones (llamadas orientaciones) que se reciban desde Washington. La clave va a consistir en la voluntad cívica de mantener las protestas, en la inteligencia con las que se conduzcan, sin violencias gratuitas ni revanchas infructuosas, en la capacidad de encontrar un portavoz autorizado. De momento, todo marcha razonablemente bien, incluso la última de las premisas señaladas. El laureado ElBaradei, por alejado que parezca de las necesidades populares, tiene la ventaja de atesorar importante prestigio internacional. Su mensaje del domingo en Plaza Tahrir parece oportuno: 'ahora no podemos retroceder'.
LAS MANIOBRAS DE MUBARAK
Decíamos en el comentario del jueves que Mubarak debía tener un plan B. Algunos elementos de ese plan lo hemos visto este fin de semana larguísimo. Cambio cosmético de gobierno, modificación de sus planes (deseos) en el asunto sucesorio, compromiso con la Casa Blanca y el Pentágono para unir su suerte al futuro de la estabilidad regional. Suena realista e inteligente. El problema es que los acontecimientos le han atropellado.
La medida más visible ha sido designar a un vicepresidente, después de casi treinta años de mandato. Nunca quiso hacerlo. La explicación habría que buscarla, al principio, en las incógnitas que rodearon su acceso al poder, por el trauma tremendo que significó el asesinato cinematográfico de Sadat. Luego, el país se acostumbró a la situación y la aparente irrelevancia del asunto hizo que el puesto siguiera vacante. Y, en los últimos diez años, nunca planteó abiertamente su designio sucesorio en la persona de su hijo, para no arriesgarse al rechazo abierto de los militares, pero congeló definitivamente el asunto de la vicepresidencia.
Ahora, el elegido ha sido el único posible, Omar Suleiman, un hombre tan cercano a Mubarak que algunos analistas lo consideran un alter ego. Durante años ha sido el jefe de los servicios de inteligencia, y se mantuvo en el cargo incluso después de que la edad le hubiera obligado a retirarse, mediante un decreto presidencial especial. Es el dirigente egipcio en el que probablemente más confían los norteamericanos, incluido el propio Mubarak. A la plena concordancia en los asuntos políticos se añaden numerosos vínculos personales. Incluido uno que resulta casi indestructible. Suleimán le ha salvado la vida a Mubarak en más de una ocasión, la más conocida en Etiopía, cuando olió el peligro y consiguió sacarlo en un blindado de una amenaza inminente. Su nombramiento como número dos oficial, acordado o no con su aliado mayor y protector imprescindible, ha provocado alivio en Washington.
El otro elemento del plan es involucrar al Ejército en el control directo de la crisis. La forma en que lo ha hecho Mubarak merece una reflexión. Después de los violentos acontecimientos del viernes, y ante la sorpresa general, decretó la retirada de las fuerzas policiales de las calles. Algunos vieron en esta extraña decisión una maniobra de Mubarak. Por unas horas, el pillaje se extendió y cundió la impresión de un vacío de poder. En numerosos barrios, los vecinos tuvieron que autodefenderse de bandas descontroladas. Quizás era eso lo que Mubarak pretendía. Puesto que la policía había resultado desbordada y Estados Unidos le había advertido contra un baño de sangre, sólo parecía quedarle por jugar la carta del Ejército.
EL PAPEL DEL EJÉRCITO
Los militares siempre han evitado implicarse en el trabajo sucio de contener la ira popular en protestas anteriores. Era de esperar que, ante el peligro de caos, se sintieran obligados a asumir la responsabilidad de garantizar el orden. Pero actuando con prudencia y moderación máxima. Eso lo sabía Mubarak, y le convenía. En primer lugar, porque de esta forma agradaba a sus protectores norteamericanos y se garantizaba un plus de su confianza. Y, en segundo lugar, porque necesita tiempo para comprobar la capacidad de resistencia de una población exasperada. De hecho, continúa limitando los recursos de comunicación (Internet, telefonía móvil, etc.) de los que protestan, para minar su moral.
Por tanto, el plan B se encuentra en plena fase de ejecución. Se asegura una extensión, aunque sea tímida y temporal, del crédito norteamericano y se asegura la cooperación militar. Ahora bien, el problema de esta estrategia es que tiene un recorrido muy corto. No pocos analistas consideran que el régimen está acabado, entre ellos el anterior embajador israelí.
Si tal percepción se confirmara, los militares se convertirían en la clave de la nueva situación, sea cual sea el desenlace. Ya como garantes durante una etapa de transición, ya como tutores de una opción más abierta o democrática. Mientras se desplegaba la revolución en las calles de El Cairo y de otro puñado de grandes ciudades, una delegación del ejército egipcio encabezada por su propio jefe se hallaba en el Pentágono, en viaje de trabajo. La gravedad de los acontecimientos aconsejó su regreso prematuro. Aunque el Almirante Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos aseguró que no trataron 'formalmente' con sus colegas las opciones para encarar la crisis, en cambio admitió que lo habían celebrado conversaciones 'en los pasillos'.
LA PERPLEJIDAD OCCIDENTAL
Mientras el sentimiento de contagio es cada vez más intenso en otros países de la zona, con mayor o menor presencia pública, las cancillerías occidentales se mueven entre la perplejidad y la incomodidad de verse de nuevo impelidos a reaccionar frente a hechos consumados. Los líderes de las principales potencias pueden contribuir a estabilizar la situación y ayudar a controlar el proceso, pero no determinarlo por completo. La letra grande de las declaraciones de Obama y del resto de líderes resalta el compromiso con la libertad, las aspiraciones democráticas y los deseos de una vida mejor de la población egipcia. La letra pequeña es más cicatera: ni exige elecciones limpias, ni cambios institucionales profundos, ni retira por completo el apoyo a los que ahora garantizan la barrera de contención en esa convulsa zona del mundo. Compárese la reacción que ejercieron tras las polémicas elecciones iraníes y la que han mantenido durante la presente revolución árabe y resultará muy fácil apreciar las diferencias.
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