6 de Septiembre de 2015
El
fenómeno es ya un clásico de la aldea global. Una imagen conmovedora de
especial impacto desencadena un comportamiento mediático intenso. Que despierta
el comprensible sentimiento de compasión. Que favorece una movilización pública
en la que se mezcla el buen instinto de ayudar y el dudoso reflejo de
culpabilizar. Que obliga a los responsables (sólo a algunos, los más cercanos)
a actuar, a hacer algo, a demostrar que no son menos sensibles, compasivos o
solidarios que los ciudadanos que los eligen y ante los que deben responder.
Aylan,
el niño kurdo-sirio de 3 años, el niño de la playa, ha sido, en esta
ocasión, el triste protagonista de esta última manifestación de la política
por compasión. La imagen ha sido singularmente eficaz por su impresionante
poder simbólico: la playa, imaginario clásico de un feliz desenlace tras el
azaroso peligro que arrastra un viaje, metáfora del sueño cumplido que torna en
la horrible pesadilla de la muerte como negación absoluta de futuro.
Otro
mérito de la que será ya, a buen seguro, imagen del año: es triste, conmovedora
y desgarradora, pero no es morbosa. El niño Aylan pese a su incómoda postura
final, irradia una impresionante dignidad. Hasta una elegante presencia: no
está vestido con harapos ni parece desnutrido. Puede ser nuestro niño,
el hijo de cualquiera de los consumidores de televisión de clase media o
protagonistas de esa 'información paralela' en que pretenden haberse convertido
las redes sociales.
No
importa que antes de ese icónico naufragio infantil, cientos de niños hubieran
perecidos ahogados en las aguas engañosamente clementes del Mediterráneo o en
camiones sin ventilación abandonados en anchurosas autopistas europeas. O en
los campamentos saturados y subatendidos de Jordania, Líbano o Turquía. O,
definitivamente, en las trampas fatales en que se han convertidos las calles y
los campos de Siria, por citar sólo el país de procedencia del niño de la
playa.
No era lo mismo, y no lo era, porque nos faltaba
la imagen definitiva, la que se revela capaz de concitar todos los sentimientos
y emociones en un impulso común. Por supuesto, hay muchas fotos e imágenes de niños
víctimas de ese mismo conflicto que arrojó a la familia de Aylan de su hogar.
Pero ninguna había estado investida, hasta ahora, de ese poder transformador:
de conciencias, de políticas, de actuaciones.
Tampoco
importa que, antes de la aparición de niño de la playa, las centenares
de miles de víctimas con imagen compartida o sintetizada en rostros sin nombre
y desesperación sin relato ya hubieran sido capaces de poner en evidencia el
fracaso de la política de asilo y refugio de la Unión Europea.
¿UN CAMBIO DE POLÍTICA EUROPEA?
La
Canciller Merkel, a pesar de su habitual cautela calculada, ganó por la mano a
sus socios europeos y se erigió en portavoz de la alarma, secundado por el
Presidente Hollande (que exige ya un "mecanismo permanente y
obligatorio" de atención a los demandantes de asilo) y el Primer ministro
Renzi, quizás el menos diplomático a la hora de reclamar que todos arrimen el
hombro equitativamente.
En
otros casos, la imagen del niño de la playa ha sido el desencadenante de
reacciones tardías. En sólo cuarenta y ocho horas, algunos líderes europeos han
modificado su posición para honrar el sacrificio de Aylan. El
austríaco Faymann ha abierto sus puertas a miles de migrantes atrapados en la
estación de Budapest. El británico Cameron, padre consternado según sus propias
palabras, ha anunciado que acogerá a miles de esos desamparados. Otros, en
cambio, persisten en sus miedos,en sus dependencias políticas. O en sus ambigüedades,
véase, para qué irnos más lejos, nuestro Rajoy, genio y figura, perdido
en la laberíntica inconsistencia de su habitual discurso. De algunos, no obstante, sólo escarnio puede
esperarse: es el caso del húngaro Orbán, atrincherado en un infame discurso
identitario y religioso que ha debido provocar pavor y rechinar de dientes en
el Vaticano de Francisco.
Veremos si este revolcón moral se
traduce, por fin, en la deseada y necesaria política común de acogida y asilo.
Pero
más allá de los contritos discursos oficiales, sinceros o hipócritas, la
reacción más relevante ha sido la pública, la ciudadana, la social. Se trata de
un comportamiento tan elogiable como podría esperarse, a tenor de antecedentes
similares (atentados terroristas, catástrofes, accidentes de gran envergadura).
Los gestos de compasión y/o solidaridad merecen reconocimiento. No obstante,
existe el peligro de que el efecto conmovedor levante expectativas equívocas,
irreales, ilusorias.
Esa
es la consecuencia más letal de las modernas, modernísimas armas de confusión
masiva, a las que podría adscribirse la imagen del niño de la playa. Que encadenan
las respuestas en el ciclo estéril de la indignación, la compasión y el
reproche, cuya salida sólo conduce al desencanto, la frustración y el cinismo. A
la 'fatiga de la compasión', concepto acuñado principio de los noventa,
cuando no existían las redes sociales.
¿PARAR
LA GUERRA EN SIRIA?
Se
escuchan estos días recriminaciones por haber permitido que esto llegara tan
lejos. De forma atropellada y confusa se reprocha la incapacidad de
"detener la guerra", debido a una actitud de pasividad o indiferencia
europea (occidental) por la suerte de sus ciudadanos.
Es
una imputación seguramente equivocada. Europa no tiene ahora, ni lo tuvo al
comienzo del conflicto, capacidad para tal empeño. A los que defienden la
intervención (algunos ni siquiera aclaran de qué tipo), se les podía recordar
el "brillante" resultado de Libia, donde la "intervención"
(militar, en este caso) fue liderada por potencias europeas (Francia y Gran
Bretaña). O la lección de Irak, por mucho que se quiera atribuir el caos actual
al repliegue norteamericano (como si la presencia permanente, o sine die, fuera
una posibilidad real). O el ejemplo de Afganistán, de donde vienen también
muchos de estos refugiados protagonistas de este verano, tras una
"exitosa" intervención que ha arrojado muchos logros pero no
precisamente el de acabar con el éxodo de personas.
Siria
es, por lo menos, un caso tan complejo como los tres citados anteriormente,
donde los resultados de las
intervenciones han sido, en gran medida, opuestos a lo deseado. De forma sintética,
esbozamos apretados argumentos contra esa reclamada intervención:
-
Ninguno de los bandos (en plural) del conflicto sirio ofrece, ni ha ofrecido
nunca, garantías de alianza fiable. Nadie podía garantizar, ni siquiera Estados
Unidos, que la caída del oprobioso régimen de los Assad y su casta alawí pudiera
ser reemplazada por un gobierno decente. Los supuestos "moderados" o
"pro-occidentales", que parecían una alternativa al comienzo de la
guerra, han desaparecido; por falta de apoyo occidental, dicen los defensores
de la intervención; pero también por
falta de sintonía con unos beligerantes radicalizados desde un principio. Ahora, los previsibles beneficiarios del debilitamiento
de Assad son los horrendos criminales justicieros del Daesh o los
más pálidos pero no menos temibles jihadistas apegados al prestigio
desvaído de Al Qaeda. Lo hemos visto en
Libia, donde los "liberadores" que lincharon a Gaddaffi, bajo la
contemplación aérea de los protectores occidentales, se matan con entusiasmo y
sin descanso entre ellos y hacen mofa de los acuerdos suscritos bajo tutela
internacional con desafiante arrogancia.
-
Ninguna de las potencias regionales con influencia determinante (Arabia Saudí y
sus adláteres del Golfo Pérsico, de un lado, e Irán, en el bando opuesto)
resultan socios leales o equilibrados, porque siempre tratarán de hacer
prevalecer sus agendas de hegemonía regional por encima de una razonable
vocación conciliatoria.
-
Y, finalmente pero no menos importante, hay muchas razones para anticipar que el
confuso respaldo a la intervención se disolvería con inusitada rapidez en
cuanto empezaran a contarse victimas propias (como algunos de los ejemplos
anteriores ilustran sin necesidad de avivar la memoria).
Así
que conviene embridar los legítimos sentimientos de compasión con el prudente
ejercicio de la razón, como recomendaban los malogrados ilustrados,
exigir actuaciones eficaces pero realistas para satisfacer las necesidades de
estos miles de desesperados que asoman por mares y carreteras europeas y
aceptar que algunos problemas que tienen raíces y causas complejas y muy
enquistadas no se resuelven con el impulso de los tuits, por muy masivos
y bienintencionados que sean.
Las
armas que matan y expulsan a poblaciones enteras, cargadas en gran parte por
agentes bien conocidos, tienen una capacidad de destrucción masiva. Otras armas, las mediáticas, verticales u
horizontales, pueden hacer daño de otro tipo: confundir a los millones de
ciudadanos honestos que desearían un mundo mejor y exonerar a los que sacan
beneficio de esos buenos sentimientos.
2 comentarios:
Fabuloso análisis. Serio y comprometido como siempre, querido Juan Antonio. A veces estas impactantes imágenes nos hacen salir de un letargo al que nos hemos ido acostumbrando por desgracia. Y el análisis que realizas es más que acertado. A ver cuál es la reacción de la "vieja" Europa, tan comprometida estos días, en el medio y largo plazo. ¿Poner más barreras fronterizas? ¿Decidir cuotas de refugiados que se pueden admitir dentro de cada país? En fin, este puede ser el comienzo de una época muy diferente y puede que un día se planteen problemas aún más serios.
Un fuerte abrazo, y hasta muy pronto.
Genaro González Carballo. Jerez de los Caballeros.
Publicar un comentario