3 de Septiembre de 2015
En
cierta narrativa mediática, Ángela Merkel empezó el verano como villana y va
camino de acabarlo como heroína. En el penúltimo episodio del drama griego,
forzó la humillación del otrora levantisco Tsipras al hacerle aceptar
condiciones leoninas de un tercer rescate. Ahora, con la tragedia de miles de
migrantes desesperados capturando la atención internacional, se erige en
defensora de los "valores humanitarios" europeos.
Para
ser rigurosos, la realidad no se puede reducir a un juego de disfraces. Los
espejos deformantes de la política, la diplomacia y la mediática producen
simulacros de cuento. Ni Merkel fue una especie de señorita Rottenmaier con
los díscolos griegos, ni ha emergido ahora como hada madrina de los
desamparados que huyen de la guerra o la miseria en sus países.
Algo
si parece innegable. Alemania asume la conducción europea, lo quiera o no. Y la
máxima responsable de su gobierno parece impelida, por vocación o por
necesidad, a asumir un liderazgo político ante un vacío alarmante a su
alrededor.
En
la actual crisis de la migración, Merkel ha sido más prudente de lo que la
inevitable dimensión emocional del asunto ha proyectado. Es cierto que ha
defendido los "valores humanitarios europeos" para reclamar una
actitud más generosa de sus socios continentales. Es cierto que ha secundado
con mensajes o discursos la actitud ejemplar de muchos de sus ciudadanos, que
han acudido a recibir a los migrantes que han llegado a territorio alemán con
socorro material y moral. Es cierto que ha puesto el dedo en la llaga de la
parálisis política y la quiebra institucional (crisis de Schengen y de la Regulación de Dublín), como le reconocen algunos analistas. Es cierto, en definitiva,
que Merkel, quizás a pesar de sí misma, se ha comportado como se espera que lo
haga una dirigente política y no una administradora.
No obstante, para
conjurar el peligro siempre acechante de la propaganda, es necesario completar
el análisis. La Canciller alemana ni es ni pretender ser madre auxiliadora
de los desamparados. En su actuación de estos últimos días se detectan también dosis
de encaje diplomático, cálculo político y contradicciones morales.
Antes
de este verano de pánico, Alemania pensaba acoger a 800.000 personas
huidas de los puntos más calientes del planeta. Esta cifra ya parece
desbordada. Con diferencia, es el país que asume el mayor esfuerzo de acogida. Merkel
quiere acabar con la actitud evasiva, por no decir claramente hostil, de
algunos de sus socios europeos.
Las posiciones
son bien diferentes. Francia, por necesidades del guion europeo, se ve empujada
a respaldar la iniciativa alemana, incluso con gestos mediáticos, como la
visita de Manuel Valls a Calais. Otros, por el contrario, proclaman un cambio pero
en sentido opuesto al preconizado por el eje franco-alemán. Enough is enough,
ha venido a decir el primer ministro británico, James Cameron y su contundente
Secretaria del Home Office, Theresa
May. Con menos claridad, como en él es habitual, Mariano Rajoy secunda la
postura de Londres. Otros, singularmente los PECOS (países centrales y
orientales de pasado comunista) y algunos nórdicos mantienen una línea dura, se
inhiben o sucumben al silencio.
Las
circunstancias de cada país, el auge de los partidos populistas, la menguante capacidad
de las arcas y servicios públicos para soportar en la práctica esa actitud
generosa y la gestión del relato de la
crisis explican la división y hasta el nerviosismo de los líderes políticos.
Pocas veces se ha escuchado, entre aliados y socios, un cruce de acusaciones y
recriminaciones tan áspero como en estos últimos días.
Muchos
de los gobiernos que se alinearon con Merkel y Schäuble para doblegar a los
griegos, discrepan de la Canciller en el asunto de la migración. Y, por el
contrario, ahora son los griegos los que aplauden su posición en el problema
migratorio, junto con los italianos, los dos países que han recibido el mayor
impacto de acogida inmediata.
Con la crisis
migratoria, Merkel ha equilibrado la imagen de villana Rottenmaier que
exhibió en el rescate griego, aunque ya había ensayado este esfuerzo
compensatorio entonces, al defender la integridad de la zona euro (poli
buena) frente a otras opciones mucho más duras dentro de su propio partido,
personificadas en el Ministro Schäuble (poli malo). Ahora, se somete a
una sesión reforzada de lifting político
y diplomático predicando hacia los migrantes una generosidad que rebate
encarnizadamente en el debate interno europeo.
Es
una situación paradójica. Merkel defiende a machamartillo, con una
intransigencia deplorable, unas políticas que generan desempleo, desigualdad y
desesperanza para millones de ciudadanos comunitarios, mientras ofrece un
rostro humanitario a los que llegan del otro lado de la fortaleza europea
reclamando su participación en sociedades que ellos todavía perciben como oasis
de bienestar, en contraste con el infierno de sus países.
Pero en la actuación de Merkel hay otros
motivos que tienen que ver más con el cálculo
político interno, en clave específicamente germana, que no conviene
olvidar. La solidaridad de numerosas capas de la sociedad alemana convive con
un nuevo brote de xenofobia y racismo criminal. Los ataques salvajes contra
centros de acogida de refugiados se han incrementado en todo el país
(especialmente en el este), hasta alcanzar una media de uno por día (180 en el
primer semestre del año). La Canciller tardó muchísimo en pronunciarse sobre
estos actos que evocan los peores momentos de la historia alemana.
Es típico de
ella dejar que las crisis maduren en exceso o consuman mucha energía antes de
posicionarse. Hace unas semanas, el semanario DER SPIEGEL publicó un excelente
análisis sobre su conducta política, bajo el ilustrativo título de “Las Cenizas
de Ángela”. Cuando, finalmente, hace unos días, la Canciller visitó el centro
de Heidenau para escenificar su compromiso con los refugiados fue increpada por
los xenófobos, que la acusaron ruidosamente de 'traidora'.
Después
de esa experiencia, Merkel hizo más explicito su exigencia de resolver el
desafío de los refugiados. Sabe que la amenaza racista no está derrotada en su
país. El partido Alternativa por Alemania, contrario al incremento de la
inmigración, o el movimiento Pegida, alarmista sobre la
islamización creciente, no deben
tomarse a la ligera, por supuesto. Pero, comparativamente, resultan mucho más
manejables que otras fuerzas políticas en otros países no menores de la Unión,
cuyo peso numérico, influencia social y capacidad de desestabilización se han
demostrado mucho mayores. Una dirigente prudente como Merkel tiene muy
presentes estas circunstancias.
Por
estas y otras razones, no es probable que el gran pacto europeo sobre la
migración y el derecho de asilo sea fácil, y mucho menos duradero. No hay que
esperar demasiado de las próximas citas en el calendario. La divergencia de
intereses, las presiones populistas internas, las desiguales actitudes de las
mayorías sociales y la mediocridad de la dirigencia política actual hacen temer
salidas y no soluciones.
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