25 de Mayo de 2016
La
derrota por la mínima del candidato ultraderechista en las elecciones presidenciales de
Austria ha producido un comprensible alivio en las élites políticas, mediáticas
y económicas, y en el sector más consciente y sensible de la ciudadanía europea.
Es comprensible. Pero el peligro de la marea nacionalista en sus distintas
formas, extremas y perturbadoras, no ha sido conjurado. Ni en Austria, ni en
cualquier otro lugar del continente. Hofer, el candidato en cuestión, ha dicho
que ese resultado tan apretado (seis décimas) es una “inversión de futuro”. Lo
preocupante es que no es una bufonada.
Ya hubo un
sobresalto en Austria en los noventa con la eclosión del Partido de la
Libertad, del bombástico Jörg Haider, coincidiendo precisamente con otro
momento de crisis europea, nutrida por una coyuntura económica desfavorable y
la presión migratoria real o presentida tras la disolución del bloque oriental.
Pero entonces el envoltorio ideológico no lo aportaba en exclusiva el
nacionalismo. El neoliberalismo se arrogó la paternidad de la derrota
definitiva del sistema socialista soviético y arremetió contra el socialismo
que entonces funcionaba, es decir, la socialdemocracia y sus aliados o colaboradores
centristas.
El ejemplo
austríaco es significativo, pese a la dimensión reducida del país (poco más de ocho
millones de habitantes). Austria fue uno de los casos más logrados del modelo
europeo de posguerra basado en la alternancia política ajustada al centro, de estabilidad
económica y de sólidos programa de bienestar y solidaridad social. Los giros a
derecha o izquierda no modificaban los pilares del sistema. Las diferencias se
limitaban a la intensidad, a los ritmos, a los discursos. Lo fundamental no se
alteraba.
El discurso de
Hofer en Austria es muy similar al de Le Pen, el de Wilders, el de los
euroescépticos británicos, los neonacionalistas alemanes y flamencos, los
xenófobos nórdicos o los legistas italianos, por hablar sólo de los más
poderosos (1). Rechazan la Europa de las recetas neoliberales, a pesar de defender
a ultranza el capitalismo. Rechazan la Europa de la tecnocracia, aunque se
apoyan en buena parte de las burocracias nacionales. Rechazan el discurso
universalista de la socialdemocracia, pero se apuntan a sus programas clásicos
de bienestar social, eso sí, con preferencia para los nacionales frente a los
inmigrantes. Rechazan, en definitiva, cualquier modelo que iguale derechos, y
supeditan las libertades individuales a la preeminencia nacional, sin explicar en
qué consiste eso y adónde conduce.
EUROPA, A LA
BAJA
Es un síntoma
de lo que está ocurriendo. La renacionalización dominante no es sólo una
cuestión de política, o de táctica. No es una receta facilona para ganar
elecciones. Se trata de una cuestión estratégica.
Cada elección
europea está significando un sobresalto, casi sin excepción. La próxima cita
será el referéndum británico sobre la permanencia en la UE: algo más
trascendente incluso que unos comicios generales, porque está en juego no sólo
el destino de uno de los principales países europeos, sino de la propia Unión,
al menos durante una generación.
Se
están analizado los efectos de un posible NO a Europa desde la óptica
británica, pero se habla menos de las consecuencias para el proyecto europeo.
No es por descuido o exceso de focalización en el miembro díscolo. Para inducir
el SI se está tratando de fomentar la sensación de que el rechazo perjudica
sobre todo a Gran Bretaña. Muchos de quienes abogan por la permanencia sienten
que cometerían una torpeza si mencionaran demasiado los riesgos o amenazas para
Europa. El nacionalismo imperante ha conseguido que los defensores y
detractores de la permanencia orienten el debate desde la perspectiva insular.
La UE ha perdido prestigio y crédito. Quien
ahora hable de la unidad europea o, con más ambigüedad, del proyecto europeo,
está apostando a perdedor. No es sólo cuestión de manipulación o propaganda
exitosa del nacionalismo en auge. Los líderes que pivotan sobre el eje del
centro político han cometido demasiados errores en la última década. La
arrogancia con que se han desempeñado las distintas instituciones europeas
controladas por estas fuerzas políticas, bajo la orientación y supervisión de
ciertos intereses económicos y corporativos, han alimentado esta respuesta
alborotada de una parte de la ciudadanía.
La
recuperación del proyecto europeo empujo a la extrema derecha a la marginalidad
política de la que había asomado. Ahora, sale de nuevo de la gruta, con menos
ferocidad en el discurso, pero con mucha más fuerza y determinación en sus
propuestas. El neoliberalismo sigue determinando las políticas
socio-económicas, pero ha perdido su vigor ideológico y propagandístico. Como
no se han recuperado los discursos de solidaridad y utilidad de las políticas
públicas, se ha creado un vacío, una fatiga. Que está llenado el nacionalismo.
Resulta muy curioso, por no decir muy inquietante, que este sentimiento
dominante arremete con más virulencia contra el neoliberalismo que contra el
socialismo democrático, no porque pretenda pactar o forjar alianza con éste,
sino porque lo considera derrotado, amortizado.
LA
LECCIÓN DE LA HISTORIA
Estos días
últimos en Berlín, he podido repasar y refrescar las bases ideológicas de la
ascensión nazi. Advierto, de antemano, que no pretendo comparar la actual
situación con la pesadilla de los años treinta. Pero hay síntomas similares,
sólo matizados por el desarrollo social y el efecto de las experiencias
históricas. La atracción de las masas por soluciones enérgicas, ‘sencillas’ y
‘salvadoras’ se ha transformado pero no se ha conjurado. El miedo es uno de los
principales factores de movilización política.
El miedo
implica un enemigo, no basta con un adversario. Da igual que ese enemigo sea
pequeño o minoritario (entonces, el judío; ahora, el inmigrante). El ‘otro’, el
distinto, el extranjero cobra una importancia desmedida cuando los problemas se
estancan y las soluciones no llegan. Y no llegan, según la propaganda
extremista, no porque no existan, sino porque los gobernantes no se dedican a
proteger el hogar común sino a garantizar su estatus privilegiado. En ese
reducto de privilegiados, se viaja, se habla idiomas, se comparten gustos y
patrones de consumo. El modelo de posguerra no sólo estrechó las diferencias
sociales. También fue disolviendo las fronteras: primero para el comercio,
luego para el capital, más tarde para una ciudadanía ávida de curiosidad y
conocimiento (2).
Pero a esos
logros se les busca ahora una cara oscura: la voracidad de las grandes empresas
‘sin patria’ arruinando los negocios familiares tradicionales (muy nacionales,
por supuesto), la facilidad con la que los delincuentes (en su mayoría
extranjeros) huyen o amplían sus tramas criminales, las masas hambrientas (que
sean pobres por negligencia o por el mal gobierno sufrido en sus países les
resulta indiferente) llegan para ‘quitarnos’ el trabajo, el pan y los
beneficios sociales pagados (por nosotros) durante tantos años de esfuerzo.
Cuestionado el
liberalismo como sospechoso de defensor de los grandes intereses
multinacionales, derrotado el socialismo por los supuestos pecados de molicie, despilfarro
y adocenamiento, cuando no corrupción, de sus líderes, denostadas las
‘democracias cristianas’ por blandas, o cómplices del modelo keynesiano, el
nacionalismo agita la bandera nacional frente a todos esos adversarios
políticos que han gestionado la crisis con decepcionantes resultados. Juega a
su favor la fragilidad de la memoria histórica. Prima el aquí y el ahora.
Seguramente,
la locura nazi sigue siendo una vacuna contra un extremismo violento y
agresivo. Pero hay mucho daño potencial en las propuestas nacionalistas y
xenófobas. Aunque no corra la sangre, los relojes europeos han empezado a dar
marcha atrás. El alivio del frenazo austríaco es engañoso.
(1)
“How far is Europa swinging to the Right”. NEW YORK TIMES, 22 de mayo.
(2)
“Fear, anger and hatred. The rise of Germany’s
new right”. DER SPIEGEL, 12 de noviembre
de 2015.
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