13 de Noviembre de 2014
La
suerte de 43 estudiantes mexicanos del atrasado estado de Guerrero, ha
terminado por corroer el discurso de modernidad y reforma del Presidente Peña
Nieto.
El
origen del caso nos remite a la oscura noche del 26 de septiembre, en la ciudad
de Iguala. La versión oficial es confusa, incompleta y contradictoria. Las autoridades
sostienen que un centenar de estudiantes de magisterio de la aldea de Ayotzinapa
habían viajado a la ciudad de Iguala (ambas localidades, en el estado de
Guerrero) para realizar una colecta con el objetivo de costearse un viaje a la
capital de la República para participar en los actos de conmemoración de la
matanza de Tlatelolco, en 1968.
Inicialmente
se dijo que los estudiantes fueron tiroteado por la policía cuando intentaron
hacerse con autobuses municipales para regresar a su aldea de origen. Otras
versiones sostenían que los muchachos pretendían boicotear un acto oficial
local. Seis de ellos murieron, otros 25 resultaron heridos y 43 más
desaparecieron. Posteriormente, la investigación concluyó que estos últimos fueron
entregados por la policía a unos narcotraficantes conocidos como 'Guerreros
Unidos'. Algunos de estos confesaron que mataron y quemaron a los muchachos
y arrojaron sus restos a un vertedero. Un cabecilla narco aseguró luego que confundieron a los estudiantes con miembros
de una banda rival.
Las
contradicciones y numerosas interrogantes sin resolver han alarmado y
escandalizado a la familia y a las colectividades locales y, por extensión, a
los sectores más sensibles de todo el país. Por otro lado, los estudiantes de
Ayotzinapa habían expresado anteriormente su posición crítica con algunos aspectos
de la reforma educativa del Presidente Peña Nieto. Guerrero es un estado pobre
con una historia de militancia revolucionaria ligada al Che y a otras figuras
del imaginario libertador mexicano.
El
caso adquirió una envergadura mediática mayor cuando se supo que la orden de
intervención narco-policial fue dada por el Alcalde de Iguala, José Luis Abarca,
quien, al saberse descubierto, se dio a la fuga, en compañía de su mujer, hermana
de tres narcos conocidos y llamada a suceder a su marido en el cargo. Ni
siquiera supieron exhibir un mínimo de dignidad cuando ambos fueron capturados.
No cabía esperar otra cosa: la siniestra pareja mantenía una sociedad
“perfecta” con los 'Guerreros Unidos'. Unos y otros gozaban de la
protección, o al menos de la pasividad, del gobernador del Estado, ya dimitido.
El
Alcalde, su mujer y el Gobernador de Guerrero pertenecen al PRD, el principal
partido de la izquierda mexicana, al que se ha conseguido hasta ahora impedir
que conquiste la jefatura del Estado, a veces de forma claramente fraudulenta.
Lo que no impide que este partido, surgido de una escisión de PRI a finales de
los ochenta, se haya mostrado incapaz de depurar sus propias filas de elementos
indeseables como estos.
Dos
acontecimientos radicalizaron la protesta de familiares, amigos y ciudadanos.
En primer lugar, la noticia de que el estado de los restos no podían ser
identificados debido al estado en que se encontraban. Se ha pedido ayuda a un
laboratorio austríaco para completar el análisis. Una delegación de familiares
se personó en el lugar, pero no quedaron convencidos de la versión oficial y
exigieron que no se cerrara la investigación, porque de ninguna manera estaba
claro que todos los estudiantes desaparecidos hubieran sido asesinados y quemados.
El Procurador General
de la República, Jesús Murillo, (Fiscal General y Ministro de Justicia a la
vez, como en EE.UU) concluyó el viernes una rueda de prensa en la que los
periodistas insistían en demandar aclaraciones con una torpe afirmación: “Ya me
cansé”. Numerosos portavoces de la protesta replicaron al alto cargo que si se
había cansado dimitiera del puesto. En el muro del edificio de la Procuraduría
General de la República alguien escribió: “Ya me cansé del miedo”
Al
destaparse la red de complicidades y encubrimientos, varias organizaciones
cívicas organizaron este último fin de semana un acto de protesta en la Plaza
del Zócalo del Distrito Federal, el corazón político del país. La manifestación
se complicó al final con la quema de una de las puertas del Palacio
presidencial. Algunos de los participantes denunciaron una maniobra de
provocación. Pero otros defendieron la radicalización como una consecuencia
lógica de la falta de respuestas solventes y convincentes de las autoridades.
Esa
es la una de las claves principales para entender lo ocurrido estas últimas
semanas en México. La violencia ha hartado a la población. La corrupción
política e institucional, también. Pero todo ello podría gestionarse dentro de
unos cauces aceptables, si no fuera por el tercer elemento de la tríada que
hace insoportable la situación: la impunidad.
Lo
que desespera a familias, amigos, vecinos y ciudadanos de esta enésima
catástrofe delictiva es que, muy probablemente, nunca se llegue a esclarecer de
forma completa y cabal lo ocurrido y, por lo tanto, jamás se depuren todas
las responsabilidades.
Las
palabras del PGR delatan lo que un representante de la élite política mexicana
tiene en la cabeza cuando se afronta el problema de la delincuencia violenta,
organizada y protegida: que no conviene tirar demasiado de los cabos sueltos,
porque nunca se sabe hasta dónde pueda llevar el ovillo. En consecuencia, mejor
dejarlo así: con hipócritas condenas y manifestaciones de dolor, la purga de
peces pequeños (o, a lo sumo, medianos) podridos y una timorata gestión de la
indignación ciudadana, confiando en que el tiempo termine recolocando de nuevo
el manto de la impunidad sobre la terrible realidad cotidiana.
Las
marchas del poeta Javier Sicilia, durante la última fase del mandato del
anterior Presidente, Felipe Calderón, sacudieron algunas de estas conductas
encubridoras y facilitadoras de la impunidad. Durante algunos meses, se albergó
la confianza de que la sociedad mexicana había dicho basta. Una cierta
desaceleración de la violencia contribuyó, sin embargo, a relajar el clima de
protesta cívica.
Con
el regreso al poder del PRI, en la persona de uno de los exponentes más
endebles de la nueva generación, se temió lo peor. Muchos dudaron de la
solvencia intelectual y política de Enrique Peña Nieto para afrontar todos los
desafíos que el país presentaba, incluido el de la violencia. Los alardes
oficiales de su programa de reformas (educativa, energética y fiscal) ocuparon
los titulares y captaron el interés nacional e internacional.
La
detención del principal capo del narcotráfico, el jefe del Cártel de Sinaloa,
Joaquín “Chapo” Guzmán, el pasado año confundió aún más a buena parte de la
opinión pública. El impacto mediático de esta captura desplazó a otras
informaciones menos llamativas pero inquietantes sobre la persistencia de la
triada perniciosa: violencia, complicidad, impunidad.
La
tragedia de Iguala no sólo ha agotado el crédito abierto por la caída del
“Chapo”, sino que amenaza con teñir de sangre y vergüenza el resto del mandato
de Peña Nieto, si desde Los Pinos (residencia presidencial) no se lidera una
acción política contundente, clara y certera para lo único que es ahora
decente: aclarar absolutamente todo lo ocurrido, depurar todas las
responsabilidades a que hubiere lugar y poner de inmediato los medios para que
salvajadas como ésta sea muy difícil que vuelvan a repetirse.
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