10 de enero de 2013
Los
exponentes del sistema se deshacen en esfuerzos para aparentar normalidad y
continuidad, cuando es evidente que se viven momentos excepcionales, que no han
sabido gestionar. La oposición -o al menos sus portavoces más activos o
ruidosos- no está demostrando mejor juicio. Después de años y años de negar
absurdamente la legitimidad de Chávez y de empeñarse en estrategias perdedoras
y de dudosa honradez política, la corriente que parece dueña del discurso
opositor ha abandonado la aparente moderación de los últimos meses ha vuelto al
tono radical fracasado.
Chávez
repartió las máximas magistraturas del país entre dos de los hombres que le han
sido más fieles a lo largo de tres lustros de avatares, decepciones y purgas.
En la cabeza del legislativo y del partido-guía ha colocado a Diosdado Cabello,
un compañero de armas de la primera hora de su aventura política. Al frente del
ejecutivo confirmó a Nicolás Maduro, un discreto sindicalista sin reflejos
políticos sobresalientes, pero muy bien mandado. Diversos analistas -interesados o no- les
atribuyen una rivalidad por el legado, y la silla, del líder. Ellos han
intentado desmentirlo exagerando la unidad, sobre todo ahora que aprieta la
necesidad de exhibir una comunión destilada de la fidelidad a los principios de
la revolución. La realidad, probablemente, se encuentre a medio camino entre
ambas visiones.
Es
prudente sostener que las formas importan en democracia; pero resulta forzado
construir un argumento político sobre cuestiones puramente formales. Chávez no
es presidente porque preste juramente, sino porque ganó las elecciones y, por
tanto, el derecho y el deber a continuar ejerciendo esa responsabilidad. Debe
someterse a los procedimientos, pero no debe subordinarse su legitimidad a una
interpretación tan estricta de los mismos que termine desvirtuándose lo
esencial. Moralmente, Chávez debe seguir siendo Presidente después del 10 de
enero, aunque la formalización de la continuidad de su mandato se aplace.
Al
cabo, se deja de lado la cuestión más preocupante: la polémica partidista está
dañando los intereses generales. Las medidas que necesita el país para afrontar
la crisis de suministros, contener la inflación y mantener prestaciones
sociales se atascan. En vez de entregarse a su habitual juego de carnaval
político, unos y otros deberían hacer un esfuerzo conjunto para superar este
conflicto secundario y concentrarse en lo que resulta esencial para Venezuela.
El
carnaval político está a pleno rendimiento en Venezuela. La enfermedad del
Presidente Chávez ha reabierto (intensificado, más bien: nunca se ha cerrado)
la batalla política en términos maximalistas. Es una fatalidad para el país.
UNA
CONTRADICCIÓN INSALVABLE
Después
de años de cultivar la personalidad del líder, encuentran ahora las lógicas
dificultades en aparentar que su ausencia no es causa de la interrupción del
proceso político. Hay una contradicción conceptual en la actuación de los actores
secundarios de la revolución bolivariana (que de Chávez abajo son todos). Durante
años han inculcado en las masas seguidoras la identificación casi mística entre
el proyecto y su líder; ahora que él se encuentra en la cuneta (y en cuneta
allende fronteras), resulta difícil hacer creer que todo sigue igual, que la
revolución tiene vida propia. Este razonamiento se basa, es cierto, en la
asunción de que la ausencia del Comandante es temporal. Por eso, entre
otras cosas, no se admite que la enfermedad que lo aqueja pueda ser mortal de
necesidad; no porque se niegue, sino porque se silencia, se cubre con un manto
de secretismo y ambigüedad.
Lo
cierto es que los prohombres del régimen -constantemente disminuidos por la
omnipresencia del número uno- han tenido tiempo de prepararse para esta
coyuntura, porque la enfermedad de Chávez no ha sido precisamente repentina.
Pero, una vez más, este tipo de sistemas políticos de personalismo abusivo
tienen problemas para interpretar una partitura más coral. Como era de temer,
los reflejos colegiados se encuentran demasiado atrapados en una retórica
providencialista y caudillista.
Tampoco
Chávez ha ayudado mucho antes de entregarse al notable sistema sanitario cubano.
No ha demostrado transparencia sobre el alcance de su enfermedad, provocando de
esa manera la profundización de la crisis institucional y política. ¿Se siente
imbuido de una misión trascendental y no acepta del todo que su fin este
demasiado cercano? Por mucho que esa interpretación es preferida por muchos
opositores, no parece que se trate de eso. La explicación puede ser mucho más
sencilla: falta descomunal de previsión. Sea como sea, el tiempo ha ido pasando
y el capital político reforzado por dos victorias electorales (presidenciales y
departamentales), recientísimas e indiscutibles, se ha ido malgastando por torpezas
políticas insólitas.
LA
OPOSICIÓN, EN SU LABERINTO
Al
hacer de la protesta de toma de posesión una cuestión política fundamental, la
oposición pierde foco. Primero, porque no es un Presidente nuevo el que debe
asumir la responsabilidad: no hay un cambio político. Es cierto que se renueva
el mandato y que media un requisito para dar continuidad a la legitimidad
político. Pero no es del todo disparatado lo que argumentan los dirigentes
gubernamentales: es decir, que, después de todo, se trata de un
"formulismo".
Naturalmente
tal decisión sólo podría avalarla la justicia competente: en este caso, el
Tribunal Supremo. Y así lo ha hecho, en el sentido que conviene al Presidente y
a sus seguidores políticos. Pero la oposición, anticipando el resultado, ya
había previamente desautorizado su fallo con el mismo argumento deslegitimador:
no considera a ese órgano judicial independiente del Ejecutivo.
Las
citas de autoridad externas -constitucionalistas, sobre todo- son arriesgadas,
porque cada parte utiliza la que conviene a sus posiciones previas. La
Constitución, como es natural, no es taxativa en una cuestión de detalle como
la que origina la polémica. El conflicto no es legal: es político. Y en la
refriega política cada parte exhibe sus fortalezas, ciertamente; pero sobre
todo sus debilidades. El Gobierno, su tendencia enfermiza a la improvisación y
el barullo institucional; la oposición, su atropellado ánimo de negar
legitimidad real a las instituciones chavistas, en una lógica de autoprofecía
cumplida.
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