14 de Enero de 2016
Obama
es un excelente productor de discursos. En fondo y forma. Esa habilidad fue uno
de los factores más importantes en la conquista de la Casa Blanca. Hasta sus
adversarios lo admiten, aunque añaden que ahí se agotan prácticamente sus
méritos. O casi. No es cierto, por supuesto, pero no puede negarse que el
actual presidente crea grandes expectativas con sus discursos. Y luego, la
realidad de la política, los formidables obstáculos que le ponen sus enemigos y
sus propias inconsecuencias devuelven unos resultados algo decepcionantes.
En
su alocución sobre el Estado de la Unión, el Presidente hizo otro ejercicio
brillante al diagnosticar, con altura y profundidad, la realidad del país, sin
triunfalismo ni exhibiciones infantiles de poderío al que están entregados
obscenamente algunos de sus rivales.
Obama, como es preceptivo en esta ocasión, avanzó sus objetivos para el
año que le resta: prometió profundizar en políticas que sigan reduciendo la
brecha social, aunque sea en dimensiones modestas. O corregir y reparar algunas
injusticias en el sistema de control de la migración.
Pero
lo más destacable de este acto litúrgico mayor en Washington ha sido la
reflexión sobre algunas de las dolencias profundas del sistema político
norteamericano. Y, sobre todo, la admisión honesta por parte de Obama de que la
situación no ha mejorado, sino que ha empeorado en sus años de mandato.
Cosa
grande ésta. No sólo por la autocrítica, que vino acompañada en el discurso de
una dura invectiva contra sus adversarios. En su campaña presidencial, Obama
prometió instaurar un clima menos partidario (es decir, sectario) y no lo ha
conseguido. Lo intentó durante los dos primeros años, pero la oposición cerrada
de los republicanos a los estímulos económicos para superar la crisis y aún más
feroz a la reforma (modesta) del sistema sanitario, convenció al presidente de
que resultaba casi imposible el empeño.
Tras
la frustración inicial, vino el vuelco en el legislativo, primero con la conquista
republicana de la Cámara en 2010 y del Senado en 2014. Entre esos cuatro años,
Obama fué abandonando cualquier esperanza de entendimiento. Y terminará su
mandato con el convencimiento de que sólo las a las acciones ejecutivas, es
decir el recurso a las atribuciones presidenciales, podrá engrosar su incierta
agenda transformadora. Habría que preguntarse si ese objetivo de consenso (para
expresarlo en términos políticos españoles) es en realidad posible.
Obama
representó en 2009 una oportunidad de cambio, no porque presentara un programa
de desafío del sistema, sino por esa pasión por la novedad que corresponde a
una nación todavía joven. El origen africano del candidato, su facilidad para
dominar los nuevos recursos de la comunicación política, el auge demográfico de
las minorías y, por supuesto, otros factores más coyunturales como el
monumental fiasco de la agenda exterior neocon propiciaron su éxito.
Como
suele ocurrir, las urgencias desplazan a las prioridades. Y Obama tuvo que
afrontar el fabuloso pinchazo de la burbuja financiera, la destrucción masiva
de empleo, el desfondamiento de industrias emblemáticas (automóvil).
Contrariamente al espíritu neoliberal que seguía anclado en Europa, Obama recuperó
a Roosevelt y adoptó versiones adaptadas del keynesianismo. La derecha lo tildó
de "socialista"; la izquierda, de tímido. En lo sucesivo, a los
conservadores no les bastó con esta etiqueta tabú y han intentado destruirlo
por todos los medios posibles. La izquierda americana se ha movido entre el apoyo
y la decepción, la comprensión y la frustración.
En
su discurso de la Unión de este martes, Obama
ha ido más allá de la clásica letanía de relación de consecuciones y
medidas, o de reproches. Ha señalado los vicios del sistema político. No los
coyunturales, sino los estructurales. Ha singularizado la debilidad intrínseca
de una democracia a la que alegremente muchos de nuestros políticos y poco
informados comentaristas siguen considerando como "la mejor del
mundo".
En
un párrafo de especial brillantez, Obama puso el dedo en la llaga.
"Ciudadanos americanos, sean cuales sus creencias o preferencias
partidarias, tanto si han apoyado mi agenda o la han combatido con todas sus
fuerzas, nuestro futuro colectivo depende de su voluntad de cumplir con sus deberes
como ciudadanos. Voten. Exprésense. Velen por sus prójimos, especialmente
por los débiles, por los vulnerables,
con la conciencia de que si nosotros estamos donde estamos ha sido por que
alguien, donde sea, ha velado por nosotros. Necesitamos que cada americano
tenga una vida pública activa, y no sólo en elecciones".
En
coherencia con lo anterior, Obama deberá invertir mucha energía en favorecer el
ejercicio del voto, que sigue siendo objeto de trampas y celadas, en procurar
que dejen de manipularse o se manipulen menos los censos, tamaños y
composiciones de los distritos electorales para obtener o asegurar resultados,
en impedir que el dinero condicione masivamente el debate político.
Obama
no quiere ser un pato cojo, como ha escrito John Nicols, el corresponsal en
Washington del semanario progresista THE NATION. La historia dirá si esta milla
final le empuja hacia el panteón de las esperanzas incumplidas o le asegura
el reconocimiento de haber hecho más fuerte moralmente el país.
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