25 de septiembre de 2019
Lo que no consiguió el informe Mueller lo ha
puesto en marcha la denuncia anónima y en origen discreta de un miembro de los
servicios de inteligencia. Si en el caso del Rusiagate no pareció
encontrarse la pistola humeante, la prueba fatal que pusiera al turbulento
presidente en el disparadero de su posible impeachment (destitución), en
esta conexión ucraniana todo ha ido más rápido. Lo que no quiere decir que Trump
tenga los meses contados, ni mucho menos. Pero ya no parece tan seguro el
blindaje de la mayoría republicana en el Senado, que será, a la postre, el
órgano de poder que decida la suerte del presidente.
Un
anónimo denunciante (whistleblower), perteneciente al servicio interior de
la Casa Blanca, ejerció la prerrogativa legal (casi una obligación ciudadana)
de informar de unos comentarios, que él estimó no apropiados, vertidos por el Presidente
durante una conversación telefónica con su colega de Ucrania, a finales de
julio. Según revelaciones periodísticas, Trump habría presionado al joven y neófito Zelensky para que los servicios secretos
ucranianos investigaran los negocios en aquel país del hijo del exvicepresidente
norteamericano y precandidato presidencial Joe Biden y el papel que éste
pudiera haber jugado en ellos, ya que Obama lo había encargado de seguir de
cerca la situación en Ucrania. Entretanto, la Casa Blanca había congelado un
paquete de ayuda de 400 millones de dólares al gobierno de Kiev, aprobado previamente
por el Legislativo. La Casa Blanca asegura que esa decisión había sido adoptada
antes de las conversaciones entre los presidentes. ¿Fue así?
EL
DILEMA RECURRENTE DE LOS DEMÓCRATAS
Nada
más saltar a la luz estos detalles, volvió a plantearse el debate sobre la capacidad
y la honestidad de Trump para ejercer el cargo. No tardó en resurgir la opción
del impeachment, alentada por un sector de la oposición demócrata. Pero su
líder legislativo, la octogenaria presidenta de la Cámara de Representantes (tercer
cargo del país en el escalafón institucional) se mostraba renuente. Como había
hecho durante la trama rusa, incluso después de hacerse público el informe
Mueller.
Pelosi
estaba arropada por un nutrido sector de congresistas demócratas, recelosos
ante una operación política muy arriesgada. Guiados por el cálculo coste-beneficio
más que por consideraciones de moral política, estimaban que no estaba
garantizado que la conducta delictiva del presidente pudiera queda
completamente esclarecida y sabían que los republicanos, mayoritarios en el
Senado, protegerían a Trump, por muy hartos que algunos estuvieran de él.
Los
demócratas siempre han estado divididos sobre cómo había que tratar las
maniobras torticeras de Trump para hacerse con la presidencia. Los más
moderados consideraban que un intento de echarlo por una vía que no fuera la
electoral podría convertirse en un boomerang político y terminar por
reforzarlo. El ala progresista, reforzada tras las elecciones legislativas de
medio mandato de 2018, pugnaban por una actitud de máxima beligerancia. Pelosi
siempre estuvo del lado de los primeros
Cuando
estalló este escándalo ucraniano, la semana pasada, tampoco Pelosi se sintió inicialmente
muy inclinada a usar ese botón nuclear de la política norteamericana que es la
destitución de un presidente. No creía que, pese a tratarse de un asunto más
sencillo, más fácilmente comprobable que el Rusiagate, sus rivales
republicanos fueran a modificar su actitud protectora del presidente.
Pero
el empecinamiento del equipo presidencial en despreciar al legislativo modificó
la tradicional posición cautelosa de los demócratas. La Casa Blanca se negó durante
varios días a que los responsables de inteligencia informaran al Congreso de
las conversaciones entre Trump y Zelinsky y de las actuaciones posteriores.
En
la tarde del martes, la remisa Nancy Pelosi giraba por fin el pulgar hacía
abajo y anunciaba el inicio del procedimiento del impeachment o
destitución del presidente. La conexión ucraniana anuncia un pulso tremendo entre
la Mansión de los Horrores en que se ha convertido la Casa Blanca y el Templo de
las indecisiones a que ha quedado reducido el Capitolio.
EL
HEDOR DEL DESPACHO OVAL
Un
intenso olor a podrido se desprende de estas conexiones ucranianas. Un país,
Ucrania, sumido en una profunda crisis económica, social y política por una
guerra de secesión que parece lejos de resolverse satisfactoriamente. Un
presidente inexperto, Zelensky, actor de profesión, pretendidamente renovador
pero enfeudado a los intereses económicos de su patrón, protector y financiador.
Un
exvicepresidente y precandidato, Biden, sobre el que pesa la sospecha de actuar
como protector de los negocios inexplicables de su hijo Hunter, en un país corroído
por el poder informal pero inmenso de los oligarcas herederos del comunismo en
ruinas.
Un
presidente norteamericano en ejercicio, Trump, que podría haber presionado a
otro jefe de Estado para que investigara a un ciudadano estadounidense que
además es uno de los políticos más destacados de su país y su posible rival electoral
en 2020, cuando todavía no se ha esclarecido su responsabilidad en la
manipulación de 2016, con la presunta cooperación de otra potencia, Rusia, enemiga
bélica de la que ahora aparece implicada.
Al
Congreso se le ha regateado (¿hurtado?) información, lo que convierte el escándalo
en un potencial conflicto institucional explosivo y destructivo hasta límites
solo imaginables para guionistas desesperados por crear historias de ficción
que superen de nuevo a la realidad.
Cuando
parecía haberse diluido en las brumas del río Potomac la sombra del impeachment
presidencial precipitada por los lazos rusos (Russia links) del
presidente hotelero, emerge de las aguas turbias de los aparatos de
inteligencia otro monstruo igualmente devorador de titulares y pantallas.
¿Ha pretendido el candidato-presidente recabar material comprometedor para el exvicepresidente-candidato
como ya hiciera con Hillary? ¿Estamos ante otro caso de juego sucio en el pestífero
entorno poder/dinero de Washington?
Por
la Avenida de Pennsylvania se puede intuir ya el desfile de todos los fantasmas
políticos de la reciente historia norteamericana, con sus etiquetas bien visibles
colgadas del cuello: Nixon (Watergate), Reagan (Irán-Contras), Bill Clinton
(Whitewater, Lewinsky)... Trump ha comprado muchos boletos para unirse al
cortejo.
El
escándalo no sólo arroja sombras espesas
sobre la Casa Blanca. También altera las previsiones electorales. Sea
destituido o no, es previsible que el presidente sufra un serio desgaste en
este proceso. Y Biden, hasta hace poco el front-runner (favorito) demócrata,
puede ver arruinadas sus opciones si la investigación del caso arroja datos
comprometedores sobre su conducta. El otoño político norteamericano promete
cotas máximas de intensidad.
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