5 de enero de 2022
Este
6 de enero los norteamericanos revivirán los bochornosos acontecimientos de
hace un año. Una turba de miles de individuos de extrema derecha, milicias,
paramilitares, y fanáticos de todo tipo tomaron al asalto el Congreso con la
declarada voluntad de impedir que se certificara el triunfo de Joe Biden en las
elecciones presidenciales, dos meses antes.
Una
Comisión parlamentaria de investigación, encabezada y dominada por los
demócratas, intenta esclarecer los hechos y, sobre todo, determinar la responsabilidad
política de Donald Trump y un puñado de fieles colaboradores. Pero no sólo eso:
podría también emitir una recomendación al Departamento de Justicia para que
emprenda acciones legales contra el expresidente y sus cómplices (1)
Los
republicanos más recalcitrantes han tratado de impedir por todos medios que la
Comisión avance en sus trabajos. El último Jefe de Gabinete de Trump, Mark
Meadows, después de una actitud inicial de aparente cooperación, se ha negado a
seguir facilitando documentación a los investigadores. Trump y su último equipo
de conspiracionistas invocan el denominado “privilegio ejecutivo”, un
recurso que no tiene amparo legal, para sustraerse al escrutinio del
legislativo. Los demócratas y los republicanos contrarios al expresidente
hotelero, liderados por Liz Cheney, están dispuestos a utilizar todos los
medios a su alcance para acorralar a quienes alentaron, respaldaron y
posiblemente organizaron el mayor motín contra el sistema democrático desde el
Watergate (2).
El
comportamiento de Trump durante todo aquel día es más que sospechoso. Tardó tres
horas en hacer una declaración pública sobre el asalto y cuando lo hizo fue de
lo más ambigua y equívoca, pese al consejo desesperado de sus hijos para que
condenara los actos (3). El expresidente había alentado públicamente a
denunciar el proceso de certificación de los resultados. Sus coqueteos con los
grupos racistas más activos y violentos jalonaron sus cuatro años de mandato.
Exoneró a los autores de algunas de las agresiones cometidas contra negros y
miembros de otras minorías, cuando no simpatizó abiertamente con ellas. Fue un
aprendiz de brujo, por no decir un líder en la sombra de la América más oscura.
Hasta
la fecha, han sido detenidas más de 700 personas relacionadas con acciones
violentas cometidas durante el asalto al Congreso (4). El condenado que ha
recibido la condena más grave es un ultra de Florida, que lanzó un extintor
contra las fuerzas de policía que trataron a duras penas de contener a la
turbamulta.
LA
GESTACIÓN DE LA INTENTONA
En
Estados Unidos, la explosión del 6 de enero de 2021 no fue en absoluto una
sorpresa. La maquinación contra el proceso electoral empezó antes incluso de
que se votara. Los intentos de Trump de impedir el traspaso de poderes eran
públicos y continuos. Las milicias que simpatizaban con Trump campaban a sus
anchas: los Proud Boys (Chicos Orgullosos), los Oath Keepers
(Guardianes del Juramento) fueron los grupos más activos durante las
seis semanas que transcurrieron entre las elecciones y el 6 de enero. Pero amplios sectores del GOP (Great
Old Party) se sumaron a la tesis conspirativa con cientos, miles de
demandas de fraude en numerosos condados, lo que ralentizó el proceso y estuvo
a punto de alterar el calendario legal de traspaso de poderes. Otro grupo
denominado First Amendment Praetorian (Pretorianos de la primera
enmienda) fueron muy activos en la provisión de datos a los abogados que
orquestaron las demandas de fraude (5).
La
nación se encuentra más dividida que nunca. Según una última encuesta que
parece fiable, tres de cada diez norteamericanos creen firmemente que hubo
fraude electoral para robarle a Trump la reelección; y entre los republicanos,
se invierte la proporción: siete de cada diez. Poco importa que no se haya
podido acreditar la alteración de la voluntad popular. No son los hechos o las
pruebas lo que moviliza a este sector de la población, sino un impulso cada vez
más ciego e irracional. Creen en la existencia de una gigantesca conspiración
entre las élites liberales, oscuros dirigentes y potencias extranjeras para
llevar al cabo el “gran desplazamiento” o la marginación de los blanco en
beneficio de las minorías étnicas, raciales o ideológicas (6).
Esta
teoría, racista, supremacista y potencialmente fascista está viva y en auge
también en Europa, en cada país con sus rasgos diferenciales y percepciones
diferentes de amenaza, según la composición étnica de la población (en Hungría,
en Francia, en Polonia, etc.).
LA
DEMOCRACIA, EN CUESTIÓN
El
6 de enero es una caja de Pandora de la democracia norteamericana. Pero se
trata de un síntoma más de algo más profundo y peligroso: la decadencia del
sistema adquiere ya niveles alarmantes. Cincuenta años después del escándalo
Watergate, EE.UU. toca de nuevo fondo, pero en esta ocasión las instituciones
que entonces gozaron de credibilidad para depurar las responsabilidades del
poder ejecutivo se encuentran hoy también bajo el peso de la sospecha. Los
medios no se percibe como fiables. El poder judicial es se contempla como una
herramienta y no como un contrapeso. Las fuerzas de seguridad están penetradas por
los extremistas en proporciones cada vez más inquietantes (7).
En
estas condiciones, la democracia se antoja una cáscara vacía. Los sectores más
extremistas del GOP están decididos a socavar sus fundamentos con tal de
preservar los privilegios de los más favorecidos. Los demócratas son más
plurales que nunca; también más divergentes. Los moderados temen una deriva radical
del partido y se aferran a unos mecanismos formales completamente caducos. Los
progresistas se muestran decepcionados por las manipulaciones, la hipocresía y
el inmovilismo de los dirigentes de ambos partidos. En los ámbitos locales
crecen las opciones socialistas, sin miedo ya al nombre.
LA
FARSA ELECTORAL
Lo
más paradójico de las denuncias de fraude electoral es que son precisamente los
republicanos quienes están perpetrando la mayor adulteración de la expresión
democrática. Las Cámaras estatales bajo control del GOP han sacado adelante
medidas legislativas que restringen o condicionan el ejercicio de voto (8). No es algo nuevo, pero la intensidad y convergencia
de esfuerzos amenazan seriamente con desnaturalizar los procesos electorales.
Los republicanos temen que la evolución demográfica los relegue a un papel
político secundario. Quieren recuperar el control de las dos Cámaras si es
posible este mismo año y conservarlo a todo costa.
Los
demócratas tratan de revertir este proceso de privación del derecho al voto reformando
y reforzando una Ley federal sobre derecho al voto, que había sido parcialmente
derogada por sentencias del Tribunal Supremo, cómplice de los republicanos en
el empeño restrictivo, bajo una insidiosa defensa de las prerrogativas de los
estados frente al poder federal: un debate tan viejo como el Estado
norteamericano. Biden no se ha implicado en la lucha (9).
La
adulteración de la voluntad popular mediante torticeras maniobras de gestión
del censo o de reestructuración de los distritos electorales (gerrymandering)
no es privativo de los Estados Unidos. Pero la virulencia y el descaro con los
que allí se legisla para proteger y ampliar los abusos son especialmente
escandalosos. Un estudio de la Universidad de Virginia indica que en menos de
dos décadas un 30% de la población controlará el 70% de los puestos del
Congreso. En la actualidad, ya existe ese desequilibrio pero en proporción algo
menor.
Aparte
de los derechos políticos, el país se encuentra ante otra falla decisiva de la
convivencia: la galopante desigualdad social. El programa de protección de
Biden, que sería pálidamente socialdemócrata en Europa, se ha atascado en el Congreso
por fuego amigo de dos senadores demócratas. El empate técnico en el Senado ha
sido roto a favor de los adversarios por dos elegidos demócratas enfeudados a
intereses corporativos de todos conocidos. El mandato de Biden pende de un
hilo. Los progresistas le reprochan falta de coraje para poner en evidencia a
los dos traidores. En realidad, nunca confiaron en un presidente
demasiado apegado a unas reglas viciadas de las que ha sido exponente y fiel
defensor durante cuarenta años.
Un
año después de llegar a la Casa Blanca, la promesa de Biden de restauración de
una democracia plena parece un sarcasmo. El abismo norteamericano se presenta
cada vez más profundo y siniestro.
NOTAS
(1) “The Jan. 6 Committee’s consideration of a
criminal referral explained”. THE NEW YORK TIMES, 3 de enero.
(2) “Why the January 6 investigation is weirdly
static”. QUINTA JURECIC. THE ATLANTIC, 11 de diciembre.
(3) “Un an après l’asaut au
Capitole, retour sur le jour oú la démocratie americaine a vacillé”. PIOTR
SMOLLAR (Corresponsal en Washington). LE MONDE, 4 de enero.
(4) “Prosecutors breakdown charges, convictions
for 725 arrested so far in Jan. 6 attack on U.S. Capitol”. THE WASHINGTON POST,
31 de diciembre.
(5) “Another far-right group is scrutinized
about its efforts to aid Trump”, THE NEW YORK TIMES, 3 de enero.
(6) “How extremism went mainstream”. CYNTHIA
MILLER-IDRISS. FOREIGN AFFAIRS, 3 de enero.
(7) “The next U.S. civil war is here -we just
refuse to see it”. STEPHEN MARCHE.THE GUARDIAN, 4 de enero.
(8) “The Republican are shamelessly working to
subvert democracy. Are the Democrat paying attention?”. SAM LEVINE Y DAVID
SMITH. THE GUARDIAN, 19 de diciembre.
(9) “Biden’s rhetoric aside, Democrats end the
year still stuck on advancing voting rights”. DAN BALZ. THE WASHINGTON POST,
31 de diciembre.
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