25 de abril de 2024
Escribo desde Lisboa, en la víspera del cincuentenario de la Revolución de los claveles. El 25 de abril de 1974 cayó la dictadura más longeva de Europa.
La jornada histórica había
empezado, con la mayor discreción, apenas pasada la medianoche. En la sintonía de
Radio Renascença había sonado ‘Grândola Vila morena’, canción de Zeca
Afonso prohibida por la dictadura. Fue la señal que puso en marcha a 5.000
militares. La emisora era conservadora, de ahí que los ciudadanos que a esa hora
la escucharon se preguntaran, sorprendidos, qué estaba ocurriendo.
Horas después, ya de
madrugada, los líderes operativos del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA)
emitieron su primer comunicado desde otra emisora, Radio Clube, en el
que aclararon su propósito de acabar con el régimen fascista, restablecer la
libertad y poner el destino de la nación en manos del pueblo. En ese momento se
despejaron todas las dudas sobre lo que pasaba.
Cuando ya despuntaban las
luces del alba, el capitán de Caballería Fernando Salgueiro Maia, al frente de
una unidad de vetustos carros de combate procedentes de Santarem, se topó ya en
la capital con otra unidad de tanques, ésta afecta al régimen. Su jefe ordenó a
uno de sus subordinados que disparara al capitán rebelde. Pero no lo hizo. El
éxito de la sublevación parecía sellado. Salgueiro Maia continuó su marcha
hasta la sede del Cuartel General de la Guardia Nacional Republicana, en la
céntrica placita de Largo do Carmo, donde se había atrincherado el Primer
Ministro, Marcelo Caetano. Tras una tensa espera de varias horas, a media tarde
se rendía y pactaba su exilio junto con la mayoría de su gobierno. El
Presidente de la República, Américo Thomás también se había dado por vencido. La
Revolución había triunfado.
Contrariamente a lo que se
ha dicho muchas veces, hubo muertos. Pocos: una docena. De ellos, cuatro se los
cobró la odiosa policía política (PIDE), cuando cientos de personas se
concentraron ante su sede para exigir la rendición de mandos y agentes en el
atardecer de la jornada. Si la Revolución de abril ha quedado como una de las
más pacíficas de la Historia es porque difícilmente puede encontrarse otra en la
que el poder mostrara tanta mansedumbre. La ferocidad de décadas de represión
se extinguió en apenas unas horas. El agotamiento político e institucional del
régimen no permitió alarde postrero alguno.
En 1974, las personas
decentes de todo el mundo aún estaban sobrecogidas por el golpe de Chile, ocho
meses antes. Pero, en esta ocasión, en Portugal, 5.000 militares se pusieron del
lado del pueblo, después de una intentona fallida el 16 de marzo anterior
contra la sangría humana y la ruina moral y económica de las guerras
coloniales.
Otelo Saravia de Carvalho, arquitecto
del 25 de abril, no quería que la gente se echara a la calle, por si los
sectores afectos al régimen intentaban un último esfuerzo de amedrantamiento y
provocaban un baño de sangre. Pero, al despuntar las primeras luces del día,
intuido lo que estaba ocurriendo, cientos, luego miles y finalmente decenas de
miles de ciudadanos se unieron a los soldados. Una camarera en Rua Augusta,
una de las calles emblemáticas que comunica el Terreiro do Paço (el Solar
del Palacio) con el centro de la ciudad, le dio un clavel a un soldado y éste
lo colocó en la boca de su fusil. El gesto se repitió durante todo el día. La Revolución
ya tenía icono y naturaleza. Las flores transmitían una ingenua combinación de
alegría y esperanza. En España, para muchos, el amanecer democrático aparecía
por su oeste.
VARIAS REVOLUCIONES EN UNA
Aquella jornada fue sólo el
inicio de una Revolución desbordante, pero también azarosa y contradictoria,
como casi todas. El 25 de abril de 1974 se abrieron múltiples caminos. Hubo una
eclosión de impulsos sociales y políticos muy avanzados. Hubo revoluciones
dentro de la Revolución, frenazos, retrocesos, acelerones, confusión y muchas
tensiones y divisiones.
Hasta el parteaguas del 25
de noviembre del año siguiente. En esa fecha, cinco días después de que en la
vecina España otro dictador muriera en la cama de un hospital tras una larga
agonía, el rumbo de la historia de Portugal pareció decantarse. Para unos, los
sectores más radicales del MFA y sus aliados políticos (el Partido Comunista y
otros sectores izquierdistas), fue una contrarrevolución en toda regla. Para
otros, los sectores militares moderados y los partidos de centro, a izquierda y
derecha, se trató de una rectificación democrática necesaria ante la deriva
autoritaria revolucionaria. A partir de ese momento, se entró en una fase de apaciguamiento,
que culminó en la Asamblea constituyente elegida el 25 de abril de 1976, dos
años después de la caída de la dictadura. El Partido Socialista fue la fuerza
política principal de ese nuevo tiempo.
UN RECUERDO ESCINDIDO
Cincuenta años después,
Lisboa recuerda y celebra la Revolución con numerosos actos políticos,
culturales e institucionales. Organizaciones cívicas replican el programa
oficial con actuaciones reivindicativas más críticas. No en vano, la Revolución
quedó disipada, desfigurada o canalizada por los manejos de los poderes
económicos y el control de los flamantes partidos políticos nuevos o renovados
y de los propios militares, que neutralizaron y purgaron a sus elementos más izquierdistas.
La Revolución, secuestrada,
traicionada o institucionalizada, según las distintas interpretaciones, alertó
durante meses a los gobiernos de Estados Unidos y de Europa. La guerra fría, a
mediados de los setenta, se encontraba en un periodo de deshielo, con unos
ambiciosos acuerdos de control de armas en marcha y la estabilización de un
continente bipolar.
Era una distensión engañosa.
En Occidente no se había perdido el miedo al comunismo. La Revolución
portuguesa sacudía el tablero de esa partida estratégica pactada en tablas. El
campo soviético tampoco quería sobresaltos que alteraran el statu quo o pudieran
provocar una respuesta contundente del bando capitalista. El Partido Comunista,
defensor de amplias transformaciones sociales al principio del proceso de
cambio, fue acusado luego por grupos izquierdistas de neutralizar los impulsos
revolucionarios, en connivencia con las Fuerzas Armadas, finalmente dominadas
por los sectores moderados.
TURNO CONSERVADOR SIN LA
EXTREMA DERECHA
En estos días de celebración
y recuerdo se repasan éstas consideraciones y otras muchas. Pero la reflexión
histórica no ocupa el primer plano del interés público actual. La atención está
puesta en el giro político reciente. Las elecciones de marzo han devuelto al
poder a la derecha, tras dos legislaturas de dominio socialista, la última con
mayoría absoluta. El líder del PS, António Costa, tuvo que dimitir tras
estallar un escándalo de corrupción que olió desde un principio a montaje oscuro
para acabar con un gobierno legítimo. Medio siglo después, el romanticismo de la
Revolución había dejado paso a lo peor de la política.
Hace sólo unos días, ya
consumada la victoria electoral conservadora y el avance espectacular del
partido de extrema derecha Chega! (Llega!), los jueces han desmontado el
caso, exonerado a Costa y reprendido a los fiscales por su manejo chapucero del
proceso. Dicen que Costa, limpiado su nombre, aspira a convertirse en Presidente
del Consejo Europeo el próximo otoño, cuando concluya su mandato el belga Charles
Michel.
Pero el efecto político
corrosivo ya es irremediable. El PSD (Partido Social Democrático: nombre
equívoco) gobernará en minoría los próximos años. Contrariamente a su pares
españoles de PP, los conservadores portugueses no han querido apoyarse en la
extrema derecha para reforzar sus posiciones de poder. Los socialistas han
facilitado la tarea de su adversario al abstenerse en la investidura de Luis
Montenegro, el líder del PSD, para impedir que lo más cercano a aquel fascismo
derrotado hace 50 años volviera a alcanzar cotas de poder. Aunque las fortunas
políticas de los dos países ibéricos no hayan diferido mucho en estas últimas décadas
pasadas, después de todo en el país vecino hubo en un tiempo ya lejano una
Revolución.
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